Deivis Cortés Pulido

Blinker

Sólo un guiño. Un guiño basta para que me conecte con la mirada de otro y pueda ver a través de sus ojos. El ojo que guiño pasa a ver lo que la persona mira, mi ojo restante continúa revelando lo que está ante mí. Es como una pantalla dividida a lo Brian De Palma, sólo que mejor. Inicialmente usé la habilidad para contrastar recorridos visuales. Si la persona cuya mirada poseía trotaba alrededor de una cancha, por ejemplo, yo trotaba en dirección opuesta esperando ese momento de choque entre las dos miradas, esa conjunción visual que me permitía verlo a él a través de mi ojo y verme a mí mismo desde su mirada capturada. Por eso mis primeros experimentos fueron con caminantes y deportistas, personas habituadas al recorrido circular, constante, rutinario.
Un oficinista que caminaba por la calle, posó su mirada en las carnes de una vendedora de jugos de la Carrera Séptima y la persistencia de su mirada casi lo obligó a detenerse. Al principio creí que había sido un evento fortuito, pero al presentarse otros casos similares me di cuenta que se trataba de un patrón: señoras cuya atención en algún descuento de calzado las obligaba a aminorar el paso, hombres concentrados en los movimientos de un balón, gente deteniéndose ante la sospecha de un billete en el suelo visto de reojo. Si bien sólo podía poseer y controlar la mirada de las personas, gracias a estos casos descubrí que era más que suficiente. La mirada intensa obliga al desplazamiento del ojo, el cual condiciona el movimiento de la cabeza, que a su vez arrastra consigo al cuello y de allí al cuerpo entero. Empecé entonces a experimentar por esta vía: mirada y movimiento.
¿Y no oponían resistencia?
Al principio sí, de ahí que el movimiento no fuera del todo fluido. Los caminantes que poseía se movían de manera caótica e histriónica, como contorsionistas, y llamaban mucho la atención provocando varios percances. En otros casos, la resistencia del caminante era tan fuerte que me vencía y me obligaba a liberarlo, abandonando su mirada. Pero poco a poco fui adquiriendo destreza y capacidad de concentración, habilidad para fijar mejor y con mayor fuerza un objetivo visual. El quiebre se dio de manera literal, cuando la resistencia de un caminante, en contraste con la firmeza de mi agarre visual, desembocó en la ruptura de su cuello. En adelante, cuando el choque de fuerzas se acercaba a ese punto, el caminante vacilaba unos instantes, sopesando el riesgo, para finalmente rendirse y encaminarse hacia la dirección que la mirada le indicaba. Al principio de manera forzada y mecánica, luego, con el tiempo y la costumbre, era imposible distinguir un caminante normal de otro poseído por mí.
¿Qué me dice de los pensamientos y de lo que estos caminantes decían mientras usted los poseía? ¿Nunca pedían auxilio?
No me está entendiendo. Yo no poseía la conciencia de la gente (lo que descarta que pudiera percibir sus pensamientos), sólo su mirada y la mirada tiende a ser bastante silenciosa, como cuando se desconecta un cable RCA rojo, de manera que si decían algo no puedo dar cuenta de ello. En algunos casos excepcionales sí había algo de audio, pero no se correspondía ni de lejos con la imagen, eran más bien paisajes sonoros mínimos, similares a los que ofrecen las conchas de caracol o los ambientes submarinos. Al principio me molestaba la discrepancia entre esa imagen ajena y mi audio in situ, pero luego empecé a explorarlo conscientemente para realizar composiciones audiovisuales en tiempo real. Me desplazaba a lugares ruidosos (obras de construcción, carreteras, pistas de aterrizaje) y hacía que mi caminante de turno tomara vías que ofrecieran imágenes apacibles y tranquilas, para trabajar los contrastes de manera explícita y literal. Me di cuenta entonces (a pesar de lo inocente de ésta primera aproximación) que lo que me interesaba eran ese tipo de experiencias visuales inéditas, y el hecho de ser capaz de controlar el movimiento abría un inmenso campo de posibilidades.
¿Cuáles? ¿Recorridos?
No exactamente. Esa etapa estaba superada casi desde el momento en que arrancó. Creí que al controlar el movimiento podría dejar de depender de los deportistas y demás caminantes que hacían recorridos rutinarios y cíclicos, pero pronto me di cuenta de que cualquier recorrido humano tiende al patrón, incluso siendo controlado por mí. No sé si se trata de la estructura propia de la ciudad o del acto mismo de recorrer, pero había una tendencia incesante hacia el loop y el retorno que pronto me aburrió. Las posibilidades inéditas de las que hablo vinieron desde vías menos obvias (sin ofender) y comenzaron con pequeñeces. Fijar la mirada en una persona durante horas, por ejemplo. Actividades en principio contemplativas que se elevaron a un estadio superior. Recordé todas aquellas experiencias visuales sobre las que siempre había sentido curiosidad, pero de las cuales me había privado por temor a dañar mis ojos. Visualizar eclipses enteros, mirar directamente al sol durante horas, mirar bajo el agua. Experimenté con diferentes tonalidades de azul y verde según el cuerpo acuático en el que sumergía los ojos de mi caminante, pero hubo uno tan seductor que me hizo olvidar por completo del tiempo, hasta que la vista empezó a nublarse lentamente, disolviéndose en una gran explosión lechosa. Supe entonces que el caminante se había ahogado, abriendo otra puerta de exploración: la muerte como experiencia visual. Choques en automóvil, electrocuciones, impactos de bala, incineramientos, saltos desde rascacielos.
¿De cuántas muertes estamos hablando?
No podría decirlo con precisión. Sacrificaba de cinco a ocho caminantes por cada forma de muerte, intentando diferentes variaciones hasta agotar la experiencia visual entera. La prensa de entonces barajó varias hipótesis para explicar el fenómeno: histeria colectiva, sectas fundamentalistas, nuevas formas de protesta de la izquierda. Y hubieran seguido especulando de no haberme detenido.
Sí, recuerdo eso. Las muertes pararon tan súbitamente como empezaron. Se habló incluso de una epidemia y varios científicos se disputaron el mérito tanto de haberla descubierto como de lograr su erradicación. ¿Por qué decidió parar?
Por accidente. Un caminante que había poseído le guiñó el ojo a una mujer durante el recorrido y, en consecuencia, mi mirada lo liberó y se apoderó de la visión de ella. En su momento ni siquiera me di cuenta de lo ocurrido. Desde mi perspectiva fue como un cambio de canal, un salto abrupto de imagen. Un segundo estaba viendo el recorrido en subjetiva de este hombre, incluida la mujer, y al instante siguiente el contraplano de esa misma situación vista desde la perspectiva de ella (incluyendo el desespero del hombre que gesticulaba sin cesar presa de su desconcierto, intuyo). Supe entonces, desde esa óptica tan limitada, cómo reaccionaba un caminante una vez liberado, pero lo que acababa de ocurrir era demasiado importante como para entretenerme en bagatelas: ¡Podía viajar de mirada en mirada a través de los cuerpos! El mismo guiño que lo empezó todo, causó la revolución más importante. Aproveché entonces esta actualización de la habilidad para hacer estudios de objetos. Utilizaba elementos rodeados de personas de varias estaturas, ubicados a diferentes distancias para triangular miradas y hacer comparaciones de registro según las distintas posiciones. Nunca el concepto de punto de vista fue explorado tan rigurosamente. Luego retomé el interés olvidado por el recorrido para poner a prueba las nuevas propiedades de la habilidad. Ya ni siquiera era necesario obligar a los caminantes a mover todo el cuerpo, bastaba un ligero giro de cabeza, lo suficiente para hacer contacto visual con otra persona y así producir el traspaso de mirada. Recorrí grandes distancias en pocos minutos y pronto, sin salir de mi habitación, había elaborado una completísima cartografía mental de la ciudad a partir de éstos recorridos alternados. Sin embargo, me di cuenta que la habilidad tenía una restricción: estaba condicionada a las limitaciones visuales de quienes poseía. Así como había ojos en extremo saludables que me permitían viajar hasta 30 km en tan sólo un guiño, otra gente no podía ver a más de un palmo de distancia, lo ! cual ent orpecía notablemente mis recorridos. Una vez, de salto en salto, fui a parar a una persona con cataratas y después de contemplar el mundo desde sus ojos, empecé a comprender que éstas formas alternativas de visión no eran precisamente limitantes. Ofrecían otro tipo de experiencias que superaban todo lo visto hasta entonces: la no figuración y por esa misma vía la abstracción. Todas las imágenes que había acumulado, por impactantes que fueran, estaban manchadas de realismo y por ende las sentía limitadas; pero en mi fuero interno albergaba el deseo de ir más allá, de encontrar un estado de contemplación verdaderamente original. Quería pasar de lo meramente inédito a lo auténticamente insólito.
Entonces, empecé a usar el guiño en los dos ojos, simultáneamente. Aunque había descubierto la abstracción visual, sólo podía disfrutarla de manera parcial, ya que el ojo que no guiñaba continuaba anclándome al escenario que ofrecía mi posición física, limitando la experiencia e impidiendo una inmersión total. Trabajando con dos variables visuales, en cambio, prácticamente no había limitantes de composición. Reciclé algunas experiencias previamente descartadas por su desgaste que, sin embargo, adquirían nuevas connotaciones gracias a la combinación: acromatopsia con recorridos a alta velocidad, caídas libres con desenfoques propios del astigmatismo, paisajes acuáticos con eclipses. Pero la experiencia volvió a agotarse. Entre más combinaciones hacía más sentía que quedaban menos por explorar y esa angustia creciente llegó a apagar la euforia que solía poseerme tras cada descubrimiento.
Sucedió entonces que mi decepción frente a los limitados visuales coincidió con el hecho de yo mismo convertirme en un discapacitado, aunque en otra liga. Al parecer, pasar tanto tiempo enfrascado en el universo visual, causó que se atrofiaran los músculos de mis piernas. Los médicos decretaron Atrofia Muscular Severa e imposibilidad permanente para caminar y mientras el doctor Serrano me bombardeaba con tecnicismos clínicos y con voz condescendiente me recomendaba psiquiatras para tratar los posibles traumas que esto podría acarrear, yo no lo escuchaba del todo porque la euforia empezaba a regresar, esta vez en forma de placa oscura de acetato, en esa impresión visual de mis piernas defectuosas capturadas por una máquina. Yo podía mirar a través de los ojos de cualquiera, incluso de aquellos diagnosticados como ciegos (efectivamente descubrí que la ceguera no es ausencia de visión sino carencia de figuración), pero jamás había imaginado que existiera una mirada tan poderosa, capaz de atravesar la carne y ofrecer imágenes frescas de algo tan vulgar como unas extremidades inservibles. Así empezó mi obsesión por la mirada de las máquinas. Traté de seguir el método que empleaba con las personas, pero los guiños no funcionaron porque las máquinas no tienen mirada, solo visión.
¿Cuál es la diferencia?
No sé. Hasta entonces yo también pensaba que eran más o menos lo mismo y fue justamente esa discrepancia lo que motivó mi investigación posterior. Podría decirse que yo mismo era la medida que diferenciaba lo uno de lo otro. Si podía poseerlo, entonces era mirada, de lo contrario era mera visión. Tan simple y poco satisfactorio como eso. Para salir de dudas empecé a estudiar y a coleccionar todo tipo de máquinas que implicaran lo visual: escáneres, microscopios, radares. Analizaba cuidadosamente sus propiedades resignándome a envidiarlas. Descubrí que nada de lo que había hecho se acercaba remotamente a lo que estas prótesis eran capaces. Y hubo un aparato en particular que me obnubiló: la cámara de video. Congelar el tiempo, devolverlo, ralentizarlo, acelerarlo, eran cosas que yo no podía hacer ya que trabajaba en tiempo real, sin capacidad de registro. A pesar de que había elaborado composiciones inimaginables por cualquier otro tipo de artista, pertenecían sólo al instante, a ese presente eterno en el que eran concebidas, pero no perduraban más allá de mi memoria. La obsesión por la visión privilegiada de estos aparatos mezclada con la frustración de no poder alcanzar una mirada con esas cualidades, me sumió en una profunda depresión que me mantuvo inactivo durante varios meses. Hasta que descubrí la televisión, ese contenedor visual capaz de almacenar y emitir varios tipos de imágenes en simultánea, de alternarlas mediante canales, de modificar sus propiedades (brillo, saturación, tinte), de ofrecer barras de color puras y belleza abstracta inusitada donde otros sólo ven “interferencia” y “lluvia”. Me volví un consumidor voraz y compulsivo de imágenes catódicas.
Un día, mirando un programa en vivo, el presentador estaba hablando directamente a la pantalla, un zancudo se posó en mi ojo y como tenía las manos ocupadas lo único que atiné a hacer para quitarme al bicho de encima fue hacer un guiño. Estaba mirando al presentador y cuando volví a parpadear estaba en un estudio de grabación, había una cámara frente a mí con un telepronter indicando lo que tenía que decir, y un montón de equipo técnico expectante haciéndome señas para que hablara. Con mi ojo derecho aún seguía en la sala de mi casa mirando el programa. Sin entender del todo lo que había sucedido, con el ojo izquierdo obligué al presentador a salir del estudio de grabación y del edificio del canal (me costó un poco, estaba perdiendo la práctica por andar jugando con máquinas). Casi por instinto, desde casa, activé el cronómetro de mi reloj de pulsera, mientras usaba la mirada del presentador para viajar hacia mi posición física. Salté de caminante en caminante lo más rápido que pude hasta que llegué a la fachada de mi casa, a la ventana exterior desde donde se podía ver la sala. Allí estaba yo, sentado frente al televisor y allí estaba yo viéndome a mí mismo desde afuera a través de la ventana. Parpadeé dos veces para liberar al caminante y detuve el cronómetro. Cuarenta y siete minutos. A pesar de haber utilizado caminantes veloces, sanos de vista y ocupantes de vehículos efectivos, no pude hacer el recorrido físico en menos de cuarenta y siete minutos, recorrido que realicé, mediante el guiño inicial, de manera instantánea. Tras años de experimentar con máquinas, había descubierto finalmente la manera de interactuar con éstas. No podía poseer sus miradas, pero podía servirme de su visión hiperbólica para amplificar mis experimentos con la mirada humana. Así que me dediqué a cazar ese tipo de programas de televisión, aquellos en los que la gente miraba a la cámara y en los que tuviera la certeza de emisión en tiempo real, generalmente marcados con las palabras “LIVE”, “DIRECTO” o “EN VIVO”. Compré toda! s las te leguías existentes y diseñé un riguroso manual que me permitía sistematizar con precisión las emisiones en directo de noticieros, en especial los de otras ciudades y países.
¿Para qué? ¿Para viajar?
Sí y no. Antes de descubrir este sistema ya había viajado bastante. Poseía a caminantes en aeropuertos y terminales terrestres, pero abandoné la práctica pronto porque me agotaron los tiempos muertos de este tipo de recorridos. Permanecer horas encerrado en un avión o en un bus, sin mayores posibilidades más allá del intercambio de miradas entre los pasajeros, se me antojaba tan claustrofóbico e inútil como quedarme en mi habitación sin poseer a nadie. Con este nuevo mecanismo, en cambio, podía acumular experiencias visuales de varios lugares diferentes en una sola jornada y ahorrándome por completo el tedio del tránsito. Prendía el televisor a las seis, sintonizaba un canal japonés, trasmitían el informativo de turno, guiñaba el ojo al presentador y ya me encontraba en Tokio. Saltaba de mirada en mirada para recorrer la ciudad en la mañana y al mediodía sintonizaba otro informativo de otro país (europeo, digamos) para viajar de nuevo. Para las seis de la tarde había recorrido 54 ciudades y tenía toda esa experiencia visual acumulada en mí, sin haberme movido de la casa. Sin embargo eso también me terminó aburriendo. Recorrí el mundo entero en treinta y ocho días y me di cuenta de que después de atravesar cierto umbral de novedad y asombro, las diferencias empiezan a escasear y los patrones son cada vez más evidentes y preocupantes. Las ciudades están construidas de acuerdo a las necesidades de las personas y la gente sigue siendo gente sin importar si es japonesa, irlandesa, española o uruguaya.
La duración cada vez menor de la euforia propia de cada nuevo descubrimiento y la acumulación sucesiva de decepciones y desencantos eran alarmas evidentes de lo que se acercaba: el cenit de la experiencia seguido de la total y definitiva extinción de la misma. Lo que nunca sospeché fue que el suceso detonante ocurriera de manera tan insólita. Resultó que el caminante que ahogué en mis primeros experimentos, era jefe de programación de un canal de TV local. Su hijo, un simple carga cables, fue promovido para reemplazarlo y aunque tardó en aprender el oficio, pronto se convirtió en un jefe de programación tan efectivo como su padre. El 13 de enero de 1994, quinto aniversario de la muerte del caminante, decidió por primera vez no supervisar él mismo la programación del canal para rendir un homenaje fúnebre organizado con familiares que venían del exterior y llegarían a la madrugada, como consecuencia del cambio de horario. Seleccionó al azar material de archivo y lo hizo pasar por una emisión en directo rotulándole el clásico intertítulo EN VIVO. Pensó que nadie lo notaria. ¿Quién prendería un televisor a las tres de la mañana?
Esa noche me encontraba insomne. Sintonicé un canal local y noté que emitían un programa en vivo. Pensé que una vuelta por la ciudad podría reconfortarme, pero había algo extraño en el programa, se me antojaba familiar. El presentador empezó a hablar y sus diálogos me sonaban conocidos, algo hacía eco en mi mente y entonces lo recordé. Era el mismo programa que había visto dos meses atrás cuando descubrí que podía viajar a través de la televisión. Lo recordé todo con exactitud. El zancudo, mis manos ocupadas, la comezón en el ojo y hasta el guiño, y lo recordé de una forma tan nítida que lo volví a hacer. Tras el guiño, al abrir el ojo izquierdo, estaba en la mirada del presentador. Todo era igual: mismas cámaras, mismo telepronter, mismo equipo técnico. Salí del estudio y viajé de mirada en mirada hasta llegar a la fachada de mi casa nuevamente y allí estaba yo frente a la ventana desde afuera, allí estaba yo sentado frente al televisor mirando un programa en vivo y allí estaba yo en idéntica posición y actitud dos meses después a las cinco y veinticinco. La santísima trinidad de la mirada. Me hubiera gustado saborear el momento, dilatarlo hasta donde fuera posible, pero mi yo del pasado giró para mirar a la ventana y desde la mirada del caminante que lo contemplaba por la ventana, respondí al guiño casi por instinto.
No sé cuánto tiempo permanecí inconsciente porque tardé mucho en convencerme de que estaba despierto. La ausencia total de imagen era algo que no había concebido ni siquiera en pesadillas y vivirlo de golpe, justo después de haber estado tan cerca del último escalafón, llegó casi a noquearme. Recuerdo los intensos parpadeos y los guiños frenéticos que siguieron a la nada visual, el dolor intenso en los ojos y finalmente el cansancio, la derrota y la resignación. No sé si los dos guiños en simultánea provocaron la anulación de miradas o si se produjo una sobrecarga de imágenes que devino en el apagón total. No sé. Nadie me dio un manual de instrucciones. Todo lo que sé sobre el guiño y las miradas lo descubrí sobre la marcha. Por eso accedí a conceder esta entrevista. Si existe otro blinker, mejor que se ahorre el trabajo pesado y empiece donde me quedé.

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Published on e-Stories.org on 02/18/2016.

 
 

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