Gonzalo Gala Guzmán

El último aliento.

 

                                                       Las llamas se levantaron voraces y no se oyeron más que gritos.     

                                                       J. Michelet.

 - Ya es la hora.

 El eco de una voz resonó en las estrechas galerías hasta una celda, situada bajo los soportales del edificio del Santo Oficio. Un oscuro calabozo iluminado por el día por la ligera luz que dejaba entrar un ventanuco, mientras que a la noche dos pequeñas candelas brillaban en la oscuridad. Una de ellas alumbraba el rostro de un hombre, recostado en un viejo jergón, con la única compañía del frío, que le calaba hasta los huesos, y de un fraile que tras pasar sus dedos por las cuentas del rosario, detuvo su rezo ante un sonido que percibía, una extraña risa que brotaba de sus labios pero con un profundo esfuerzo.

 "¿Por qué?", se preguntó. Una luz pasó por su cerebro y en unos escasos segundos, una riada de imágenes entretuvo su mente; pero ya era demasiado tarde. Sólo faltaba que la condena se consumiera, a esas horas todo lo demás no importaba. Su cuerpo salpicado por las heridas que una cercana tortura había permitido arrancar una confesión y su garganta, que le abrasa, le concedieron el aspecto de un muñecote ajado, vestido con la túnica al uso que conferían a los reos que pronto encontrarían la muerte en la plaza pública ante una multitud expectante.

 En el centro situaron el patíbulo, con un tronco con haces de leña al que le ataron con sogas a su alrededor, apretándole el cuerpo. El gentío que aguardaba en la calle parecía una alargada sombra suspirante,  mientras en la catedral las campanas tocaban a duelo y el graznido de un cuervo se oía en la lejanía de los tejados. La voz del alguacil leía la sentencia, pero él ya no estaba atento a sus palabras. Entonces, un impulso incontrolado le haría producirse una sensación de dolor, un pinchazo sentido en una díscola porción de carne de un tono rosado candente. El resplandor rojizo de una herida en la frente, que se abría, empapando su rostro en sangre. En unos instantes, prendieron las haces de leña, las llamas chisporrotearon y le envolvieron en un terrible abrazo, hasta alcanzar la túnica del reo.

 Un cuerpo que caía, una respiración que se rompía, e incluso un golpe seco. La sangre salpicada del hacha  estimulaba la curiosidad de las multitudes congregadas en las plazas y habían visto caer a hombres, contemplando los ojos vidriosos de los ahorcados. Morían sin dignidad, como un animal, sintiendo como su organismo -una vez rebosante de vida- se negaba a dejar de existir, con el temblor de la mano, el grito angustiado, y sobre todo, el último aliento, cuando fijaban la mirada perdida y respiraban a un ritmo alocado, junto a un leve susurro de sus labios convulsionados. La hoguera, sin embargo, dejaba a la vista una imagen escalofriante, con la contracción de los cuerpos y la furia desesperada, como si quisieran elevarse para cargar contra ellos sus últimas fuerzas, mientras sentirían el correr de la orina por sus piernas. Hasta que, chamuscado, su cabeza cayese desplomada, con la barbilla clavada en el pecho. Sintiéndose, en aquel silencio, un eco sepulcral, un gemido que rompía el terrible sigilo de la noche.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Published on e-Stories.org on 02/20/2008.

 
 

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