Luis Ignacio Muñoz

A VECES PARECÍA UN SUEÑO

Magnifica empleada decían los dueños de los negocios, con unos ojos negros y una cara trigueña que más de una vez hizo regresar a los clientes pero esa rara costumbre de estrellar las vajillas contra el piso y reír como loca mientras las oía sonar al romperse nunca le permitía permanecer en los empleos. Esto nadie lo podía evitar, ni ella misma sabía explicarse, además, a ratos, llegaba a la conclusión de que ninguno la entendía, mientras juraba que no lo volvería a hacer, cada vez que resultaba despedida y se iba pensativa con un sabor almizcloso en la boca. Regresaba a la casa agotada, pensando en el tiempo que demoraría en conseguir nueva ocupación, no tanto por la necesidad sino las ganas de tener en sus manos descuidadas y grasosas, de contextura casi masculina; otra vajilla mientras exhalaba un suspiro, retenerla hasta agotar la última resistencia posible. Levantarla todo lo que pudieran sus brazos y soltarla. El ruido estrepitoso contra el suelo al caerse y la risa histérica, carnavalesca, convulsiva, haciendo un eco cristalino en toda la estancia hasta soltar lágrimas y ahogarse la respiración. Luego volvía una calma lenta y silenciosa, estática al frente de los escombros en una postura contemplativa mucho rato, a veces el rostro pálido hasta oír el grito de los dueños del establecimiento la hacía reaccionar como si despertara de un letargo indefinido y el irrepetible váyase.

Desde niña había sido esa su ocupación, al principio lavando pisos en los establecimientos mientras su madre, viuda según ella por cosas de la vida, pero en realidad engañada y abandonada. se dedicaba al oficio que aprendió a desempeñar en poco tiempo: servir tintos, limpiar mesas, llevar y traer pocillos, atender clientes durante el día y parte de la noche. Así crecía a medida que los años la fueron llevando de negocio en negocio por toda la ciudad, de tal manera que apenas tuvo tiempo de ir a una escuela y la soledad desde muy pequeña cuando su madre consiguió marido entre los visitantes ocasionales y se la dejó a la dueña del café para que la enseñara a trabajar. No alcanzaba a recordarlo con claridad pero aquel ruido de vajillas al romperse venía de alguna tarde en que vio al hijo de la dueña, cuya cara le recordaba los dinosaurios de las cartillas de la escuela que rompía platos en la cocina y se imaginó un cuerpo verdoso caminando desnudo por los corredores, parecido a uno de los hijos de una compañera y le daba cierto espanto a que se entrara alguna noche en su cuarto, por eso dormía con la cara tapada y resistía mirarlo a los ojos porque sentía una especie de vergüenza.

De ahí sus horas recostada en la cama sin dormirse, pensativa, lo sabía de sobra, era lo bastante conocida y cada vez le costaba mucho más conseguir empleo porque ya se referían a ella como en un retrato hablado y su cara y sus facciones reconocibles. No faltó quien le dijera un día sin ninguna contemplación que ya la cuenta iba en más de diez mil vajillas destortilladas lo cual nadie en la ciudad olvidaba. El resto carecía de la más mínima importancia: bonita y misteriosa, acostumbraban repetir los hombres al verla con su ropa demasiado sería para su edad, su caminar por las avenidas elegante y natural, lo bastante engañoso para despistar al más conocedor y esa soledad impermeable a cualquier afecto. Por eso vivía en cualquier habitación de cualquier barrio en medio de cuatro paredes sin ningún adorno, apenas una cama, una mesita de noche, un radio y su ropa en un mueble pegado a uno de los rincones.

Ya se daba por hecho cierto que hubiera roto las diez mil vajillas de porcelana fina sin contar las otras que eran de losa común, pero ella alegaba que no podía ser cierto porque en un sitio público no iban a utilizar vajillas de lujo sin lograr convencer a nadie. Desde entonces pasó meses sin hacer nada con la última esperanza de volver a ocuparse pronto en lo que le gustaba. Desde entonces también adoptó la costumbre de encerrarse en su cuarto a recordar épocas mejores. De la distancia le llegaba el rumor de porcelanas quebrándose sobre el piso y ya no podía reír frenética ni contemplar los rostros asombrados de los clientes ni las caras despóticas de los dueños. Volvía a quedarse horas y horas, pensativa, con la mirada fija en el techo, a veces interrumpida por la pausa breve de un cigarrillo mientras el humo se disolvía hasta volverse incoloro. Adoptó también el hábito de darse paseos de horas a pie con el solo objeto de mirar desde afuera a otras muchachas en sitios en que incluso ella había servido cafés, atendido mesas y quebrado vajillas. Ninguna le parecía que cumplía como es debida su labor y que todas vegetaban en la misma rutina, seguían un horario hasta agotar una espera. Luego desaparecían en la penumbra de las calles.

Fue después de varias noches de sueño intranquilo cuando empezó a acostarse temprano y a levantarse con el sol cercano al medio día molestándole el rostro en que descubrió el placer pasajero de soñar monstruos inmensos de cristal y porcelana al acecho en la habitación, algunos cabían por la puerta a pesar de sus barrigas enormes seguidos de otros menos corpulentos invadiendo las sombras alrededor de la cama y a veces la poseían en un ritual de movimientos silenciosos, de una manera indefinida hacia un éxtasis doloroso y placentero. Luego los levantaba hasta el techo y caían al piso estrellándose, al principio de los sueños con ruido ensordecedor de miles de fragmentos esparcidos. Más tarde a medida que los sueños se volvieron persistentes el ruido aminoraba sin entender la razón. Todo quedaba lleno de pedacitos errando a manera de asteroides en miniatura. Al despertar lloraba, el resto de la noche no conseguía dormir demasiado y sentía una extraña desolación porque su placer absoluto estaba siempre en la manera como sonaban al quebrarse. Es por eso que volvió a la calle en busca de una nueva oportunidad en otros oficios olvidándose un poco de las vajillas.

Durante un año se desempeñó en una fábrica de costuras en el centro de la ciudad en medio del estrépito de máquinas. Se vio entre cientos de empleadas que no entendían sus silencios, que no comprendían su soledad y a veces ni siquiera se percataban de su presencia. Fue aseadora en un hospital, cuyo olor a medicinas, enfermedad, proximidad de la muerte y las caras desesperanzadas la hicieron renunciar. Estuvo de vendedora en varios almacenes. Por último se ocupó de niñera en una casa de familia cuya adoración de su patrones la exasperaba en demasía y acabó saturando su espíritu solitario y gritó no más a pesar de la insistencia de los señores y el lloriqueo de los niños, renuncio una mañana soleada, la cara risueña con un poco de nostalgia en la mirada y nuevas esperanzas. Su nueva vida le había impuesto una disciplina de horarios y rutinas que en principio eran una tortura pero con los días la fueron envolviendo casi del todo en su remolino. El regreso a su cuarto de paredes descascaradas y solitarias con la cama friolenta y la mesita de noche le produjeron a lo largo de varias semanas un desasosiego poco común hasta entonces, una sensación de estar de pie otra vez allí con lo que fue tan suyo pero sin hallarse, como si se tratara de su sombra desdoblada e inútil después de haber muerto, sin saber cómo ni en qué forma. Tan sólo el espejo le devolvía su figura alta, esbelta, con el cabello largo y desgreñado, sus manos masculinas. Reconocerse poco a poco en sus ojos grandes y otra vez en la distancia el rumor traído por el viento de miles de vajillas al romperse. La vida no consistía en emplearse en cualquier otra cosa sino en atender clientes, limpiar mesas, traer pocillos, y por encima de todo estar cerca de las vajillas, agarrarlas debajo del borde, sostenerlas y retener un poco el aliento...

Un día encontró un aviso en el periódico que decía: se solicita empleada para trabajar en almacén de porcelanas. Es la oportunidad de mi vida, pensó, grito y se repitió hasta la fatiga. Frente al espejo estuvo medio día arreglándose con exagerada minuciosidad, no como antes, solemne y señorial, sino fresca y juvenil, maquillada sin adornos superfluos, corrigiendo el detalle más insignificante. Jamás lució tanta hermosura. La ciudad parecía postrarse a su paso como un sol que acabara de descolgarse de alguna parte inexplorada del universo. Caminó largo rato. Su felicidad desquiciante no soportaba el espacio cerrado de ningún transporte. Los dueños del almacén la miraban con la boca abierta desde cuando entró, una ansiedad mal disimulada con sonrisitas de complacencia mientras le mostraban todas las instalaciones del negocio estante por estante.

--¿Pero, díganme cuando puedo empezar?

--Eso es lo de menos, sólo queremos que se sienta bien aquí y pueda desempeñar su labor.

--¿Quiere decir que me van a dar el empleo?

--Si, pero queremos que no lo tome como una carga molesta y pesada.

--Claro –dijo el otro--, se trata de hacer de esto una rutina que no la haga aburrirse y dejar pronto el trabajo.

Debió esperar dos días más, lo que ellos llamaban tiempo de aprendizaje, demasiado rápido a juzgar por su desmedido interés lo cual no tenía antecedente en los años anteriores del almacén con sus empleadas poco apasionadas en ejercer de una manera eficaz los oficios que consistían en empacar en cajas de cartón numerosas vajillas de porcelana nuevecitas, sacarlas a la luz como si en algún momento llegaran a ser víctimas del moho, limpiarlas con tanta delicadeza, presentarlas en un ritual de excesiva ceremonia a los clientes, empacarlas de nuevo para entregarlas, a veces, a quien las compraba, volver a irse con ellas al rincón y ponerlas unas sobre otras en los escaparates saturados hasta el techo. Igual le tocaba con las inmensas lámparas de cristalería importada, las enormes arañas circulares colgadas arriba de su cabeza le causaban cierto interés que a ratos se volvía depresivo, similar a las ganas de sentirse aplastada después de un delicioso contacto con los cristales deshaciéndose. En cambio, una colección de dinosaurios en miniatura le alteraba el instinto agresivo que degeneraba en deseos de morder, arañar y golpear. El resto del surtido eran muñecos de todas las formas, candelabros, jarrones, una cantidad de ceniceros de los colores más insólitos y el resto objetos pequeños.

Sin embargo no le gustaba el nuevo empleo. Coger estas cosas en las manos, acariciarlas de una manera rutinaria y deliberada, resistir hasta el delirio la tentación llegó a desesperarla cada día más. Dormía poco en las noches. Las pesadillas de otros tiempos ahora más nítidas y obsesionantes le atormentaban las escasas horas de sueño. Esta vez las sensaciones se volvieron intensas, vividas de un modo tan inverosímil que desapareció de un momento a otro todo rastro de dolor en cada posesión y los monstruos con sus falos deformes y descomunales la arrastraban a un remolino vertiginoso de éxtasis y letargo. Los monstruos la tomaban en sus manos desmadejada como pluma suelta, la despedazaban con una minuciosidad particular sin perder la conciencia ante el espectáculo de verse desarmada hasta la partícula más indivisible convencida con asombro que su cuerpo era un enjambre de tornillos, tuercas y herrajes desarmables pero al concluir, todos alrededor del montón no sabían cómo reconstruirla. Se miraban asustados, llorosos; ella despertaba sin explicarse por qué no volvía a levantarlos para que se estrellaran, pues algo le decía, su cercanía más probable los iba a volver tangibles y sonarían.

Se levantaba apenas aclaraba el día en la distancia sin que aún se pagaran las luces de la cuidad. Frente a la ventana de su cuarto sobre terrazas y tejados permanecía mirando las mañanas parecidas a todas. El despertar siniestro de las calles entre el ruido de los carros y las luces en forma de un fuego extinguido en la inmensidad, macabro, torturador de las conciencias y esto siguió aumentando sus ganas de no desayunar y hubiera preferido acostarse con toda la ropa puesta para evitarse otra rutina. El camino al trabajo lo recorría de un modo autómata, llevada casi por instinto al almacén.

--¿Está enferma, parece muy pálida?—le dijeron varias veces los dueños del negocio.

--No es nada de importancia.

Al cuarto mes comprendió el absurdo de las cosas. Esperó la ocasión, sola, sin el asedio de la cortesía empalagosa de los patrones ni la presencia de los clientes. Desempacó la primera caja, la segunda y siguió con el resto en orden. Una por una estrelló contra el piso todas las vajillas y volvió a reír feliz, saltaba y seguía quebrando cristales, ahora sus ganas se transformaban en un deseo de no cesar jamás el ruido. Los ojos brillantes y su risa de un timbre cristalino con tonos quebradizos resonaron libre como en el escenario de un teatro. Luego las gigantescas arañas fueron cayendo sin que la aplastaran como alguna vez creyó mientras sacaba el mayor provecho a los pedazos grandes. De una en una hasta terminar. En seguida fueron los malditos dinosaurios en miniatura, algunos transformados durante las pesadillas en bestias demoledoras, contra las paredes con fuerza, contra el techo. De nuevo las carcajadas y la multitud aglomerándose en la puerta sin atreverse a entrar, todos con la boca abierta, silenciosos, empujándose para ver mejor. Pero ella angustiada comprendió que muy pronto iba a concluir, que lo máximo que le había ocurrido en su vida se tenía que acabar. Miró alrededor la pila de pedacitos semejantes a un montón de cascajo reluciente y se puso a pisotearlo con inusitado fervor. Cuando vio lo inútil de su esfuerzo hundió los brazos hasta el fondo, revolvió cuanto pudo y los tiraba hacia arriba. Las cortadas en la piel acrecentaban ese placer que sentía desde siempre. La sangre iba empapado toda su ropa, rodaba sobre los pedazos opacando el brillo. Rodaba lenta sobre las baldosas y anegaba el piso. Revolcándose encima de los fragmentos, jadeante, con lágrimas en los ojos sintió un dolor agudo en la cara, los brazos, las piernas. Quiso salir a la calle y marcharse a la casa, sonámbula, con su apetito saturado hasta la náusea pero sentía zumbidos agudos lacerándole el cerebro. Caminaba a tientas, empapada en la sangre tibia. Todo alrededor se pobló de sombras móviles, indefinidas. Antes de caer vio el espacio cubierto de una niebla amarilla verdosa. Flotando en el vació alcanzó a percibir el ruido de sirenas, rumor de más gente aglomerada en la acera haciéndose a un lado casi a la fuerza, en bloque compacto y ansioso de novedad y un carro que marcha apresurado entre el tráfico de las diez de la mañana. El mundo parecía una cortina oscurecida y el silencio la envolvía por oleadas.

--¡Llévenla rápido, señores abran paso¡ --gritaba alguien entre la multitud.

--Ha perdido mucha sangre pero creo que podamos salvarla.

--No sé qué será peor, porque a esta magnífica criatura no le va alcanzar la vida para pagar semejante estrago.

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Published on e-Stories.org on 05/14/2018.

 
 

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