María José Mures

Wallada

Recorrimos la ciudad de la aljama disfrutando de cada rincón, patio de los Naranjos, calleja  de las Flores, Alcázar; te llevaba a lugares en dónde el agua corría sola, en donde no hacía falta el más mínimo movimiento para verla, todo fluía libremente, te llevaba del aroma de las flores al sonido del agua, a callejuelas estrechas y sin salida como la calle del Pañuelo. Al llegar allí metimos las manos en la fuente  y como niños nos refrescamos echándonos agua y huyendo, me gustó que me mojaras con las manos sobre todo porque no me esperaba ese juego con tu seriedad. Bebimos en la fuente de Santa María, tú la rodeaste con el dedo por el filo del mármol negro mientras me mirabas, después bebiste frente a mí, yo lo hice del lado más próximo al olivo, ese secreto no te lo conté ni lo sabrás. Sudábamos en cuarenta grados, nos sentamos en la gradilla de una casa de la judería, al mismo tiempo succionábamos un helado en donde nos fue difícil elegir no el sabor, sino el color, parecía una exposición de acuarelas, del interior de la casa corría el aire fresco hacia fuera, de esta forma lo aprovechábamos para refrescarnos y descansar. El bullir de los turistas nos ofrecía una película en la que el escenario cambiaba constantemente. Salimos por la puerta de los Deanes,  mientras tú medías la luz para tomar una foto de la puerta, se acercó una cíngara para diseñarme el futuro, le dije que no creía en ese arte, me dio romero, pero con la mano presa de la suya continuaba diciendo que tendría una vida muy larga y que mi marido me hacía muy feliz,  cuando de verdad  creyó que no le daba monedas abandonó mi vida. Me pareció que estabas midiendo el diámetro del sol, te eché de menos, me preocupa no el futuro, sino el saber cómo han de venir mis cosas.
 No pudimos entrar en el Alcázar porque la luenga cola nos cansó con sólo mirarla, decidimos pasear, tu tren salía a las cinco y media pasadas, aunque no teníamos previsto ver nada en particular, tampoco queríamos centrar la atención en otra cosa que nos robara el tiempo que nos íbamos a regalar, para qué escuchar presumiblemente al guía hablando de los cinco estanques de estilo mudéjar del Alcázar, o saber que allí tuvo lugar el primer encuentro entre los Reyes Católicos y Cristóbal Colón allá por el año 1486. Hablábamos de nosotros, tus manías, las mías, era nuestra historia contemporánea, no más importante pero sí más preocupante.
 Te llevé a ver la escultura de las manos que había cerca de aquel lugar, me senté en los escalones mientras ponías a  prueba en  aquel poema para la princesa Wal-lada tus clases de árabe. Me encantaba tu fonética, te sentaste a mi lado, bebiste de tu botella y cogiste mi mano como  lo hiciera la calé y la comparabas con la tuya. Nos volvimos para atrás mirando la forma precisa que hacían las manos para imitarla en el aire, allí entendí lo que sin palabras nos quisimos decir: tú eras Ibn Zaydun y yo tu princesa.
 Comimos salmorejo, seguramente con tomate de lata, notaba los conservantes, tú con la primera degustación no podías comparar.
 Me agradó pasar la tarde del domingo contigo, de saber lo que sentí en aquel abrazo de despedida me hubiera despedido a las doce del mediodía para tener tiempo de decirte...
 Te has ido y ya no sabemos nada de nuestro sentimiento, pero creo que las despedidas hablan al corazón. Ahora quería pagarle a la cíngara, para que me hablara de amor, pero la calle Torrijos estaba a cuarenta grados de distancia.  
Partiste, al irte nos quedamos abrazados cuerpo a cuerpo, había algo en aquel abrazo, algo más que despedida y amistad: ¿ternura, amor?, con mis manos buscaba tus muslos por entre la camiseta, los frotaba acariciándolos como si fuera la lámpara maravillosa, esperando al genio para que se cumpliera mi deseo.
 
 

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Published on e-Stories.org on 12/26/2006.

 
 

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