Maria Teresa Aláez García

El abrazo 1

Miraba la lejanía perdida ante lo infinito.  No era necesario fijarse en la fachada de cemento pintada por los años de marrón y desconchada por la lluvia, ni en las gentes que rápidamente cruzaban de un lado al otro de la calle hilando filas de hormigas humanas que tenían mucho trabajo y superficialidad colgados de su abrigo de color responsable. No se daba ni cuenta de dicha presencia acostumbrada ya a un paisaje dibujado por la cotidianeidad.

Aquella mañana se levantó anónima como la gente que desconocía y como ella misma que ni siquiera sabía qué iba a hacer consigo. Tanto que hacer, tan poco tiempo… Apoyó su mano sobre el dintel de la ventana y sus cabellos acariciaron los dedos, castigados por agujas, bolígrafos y lejía aunque mejorados gracias a las cremas y a la dureza progresiva de la piel que lidiaba en suavidad con la melena, suelta y confiada.

Dejó que el resto del cuerpo acompañara a su mano y lo recostó contra la pared. Miraba, entonces, nada. Se diseñaba a si misma, entre aquel puré de colores y carnes que temblaban con movimiento continuo.  Ocultó su rostro unos momentos, cansada de pensar o de vaciar su mente, entre el aburrimiento y la apatía.

Los dibujó de soledad.

Y sintió un leve calor en su costado izquierdo. Pensó en un pequeño sofoco, algo natural en la mujer, sutil, anodino. Pero el escalofrío consiguiente no era demasiado normal y se vio elevando al cielo gris una sonrisa mediana. Sintió entonces el abrazo de una mano que dibujaba su cintura, su cadera, su costado, con un gesto. Y dejó hacer aunque su cuerpo comenzó a girar hacia el lado contrario al del calor.

Otro roce en su hombro derecho. La piel del cuello se puso tensa y empezó a temblar de modo imperceptible, y fueron prendados su hombro y su cuello y prendida su espalda que se adaptaba al recorrido del movimiento surcado sobre ella mientras su cintura renegaba del futuro más próximo que le esperaba porque se sabría vencida en breves momentos.

Y no dio la vuelta a su rostro. Quiso dormirse en la sorpresa, en el ambiente cálido y extraño que iba rodeándola, en la forma en que las manos obligaban a las caderas a destrozar el muro hacia su estómago y se resistió. Quería ser torre imbatida y caer cuando fuera el momento, cuando la necesidad usara los faroles más siniestros para vencerla y dejar, entonces, caer hacia atrás su cabeza con la seguridad de que un hombro ajeno podría recogerla o quizás con la certeza de que otro rostro acercaría al suyo la mejilla y rozarían sus pensamientos.

Entonces sintió la presión de la fuerza. El abrigo del amparo, la destreza del cobijo de su espalda contra otro cuerpo que la reclamaba y la forzaba a volverse. De repente, pasaron por su vista la próxima lluvia y la soledad de la madrugada, las frases que nunca podría expresar porque no iba destinadas a ningún oído ni a la vista ajena sino que  más bien actuaban como tapadera de la tristeza que iba, paulatinamente, entrando en su garganta. Sintió el frío dentro de su pecho y la impotencia de la vida pesó sobre sus manos y su espalda. Su mente comenzó una caída en picado entre miles de letras que iban abriendo paso a sentimientos de repulsa, de decaimiento, de desagrado, de vileza. 

Y habló la necesidad.

Bajó su rostro y sus cabellos ocultaron a las gotas de agua que iban surcando los cristales, el brillo de sus ojos.

Dio media vuelta suavemente, sin forzar la energía, el latido inquieto que dócilmente la sujetaba y la firmeza que la sostenía y, por fin, tuvo a bien recostar su rostro sobre otra caricia.

Y respondió al abrazo.

Después, dejó caer la seda de la cortina que la había sujetado hacia un lado y, rauda, cogió su bolso y pasó hacia la puerta de salida, para ocupar su anónimo lugar en algún punto de la malla multicolor de la vida que la esperaba al pie de la ventana.

 

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Published on e-Stories.org on 12/12/2008.

 
 

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