Elizabeth Jaimez Guerra

Ojalá nadie...

Calle vacía, maldita. Sólo está ella. Sonríe, sin saber porqué ni a quién, pero sonríe. Aunque tiene el alma negra, el corazón destrozado y los ánimos por el suelo, ella sonríe, porque siempre ha sido fuerte. Como un roble. Como el hierro. Como la cabeza de Hojalata en la película del mago de Oz.
Él se ha ido. Ella se ha ido. Ellos se han ido. No sabe qué le queda, ni si hay algo que le quede. Pero ella avanza, hacia un futuro indeseable, inimaginable, desconcertante, un futuro con una gran incógnita, con muchas incógnitas, tantas que ni los matemáticos sabrían resolverlas.
Y ella tiene miedo. Lo sabe, y yo lo sé, pero hay algo que nos diferencia claramente: yo sé que estoy aquí. Ella... no. Y espero que algún día pueda llegar a saberlo, a darse cuenta de que existo, que estoy disponible para ella. A cualquier hora, porque para ella no tengo reloj. No importa cuándo, pero quiero que cuente conmigo. Tengo que hacerme ver, tengo que aparecer, y rozarla y abrazarla y sentirla y quererla y adorarla. Pero el problema está en que ya lo hago. Y no es suficiente. Y todo desvanece. Y el calor se convierte en el peor invierno. Un invierno en el que no existen los cuentos de navidad. Ni los villancicos. Ni los Reyes Magos. Ni el mismo Papá Noel. No hay inventos. No hay imaginación. Ni personas. Ni niños jugando con la nieve. Ni turrones. Ni árboles que adornar. No hay nada. Sólo estoy yo y, en mí, ella.
¿Sabéis? Yo la conozco. Sé cómo camina. Sé qué piensa, incluso cuando ella ni siquiera se entiende. Sé qué dirá en todo momento. Sé cuál es su comida favorita. Cuál es su color. Qué color la define. Qué come. Qué dice. Con quién habla... lo sé todo, pero es poco. Quiero llegar más allá de lo que puedo ver, de lo que puedo deducir. Quiero llegar a su corazón. Y es que, con ella, lo quiero todo. Quiero arriesgarme, arriesgarnos y lanzarnos y lanzarnos y lanzarnos, sin pensar.
Ya hace catorce años que le conozco. Catorce años de sacrificio, intentando aparecer en su vida como ella ha aparecido en la mía. Pero soy un bicho raro. Alguien insignificante.
Nunca he tenido nada, pero es que nunca lo he necesitado. Ahora es cuando exijo, y debe ser que exijo demasiado, porque por mucho que hago, no consigo lo que quiero. La quiero a ella. Cerca de mí. Tan cerca que podamos fundirnos, ser uno, correr juntas, y avanzar, y avanzar, y avanzar... quiero llegar hasta el fin.
Ella siempre lo ha tenido todo:
A sus cinco años, consiguió su primer beso. Yo lo vi, y una bala cruzó mi corazón. Pero no importó, ver su sonrisa día a día me ayudo a superarlo.
Dos años después, obtuvo su primer aprobado. Todavía recuerdo cómo corría hacia su madre a darle lo que, en aquel entonces, era una gran noticia, su gran noticia.
A los pocos meses, cayó y se hizo una fractura. Ella lloraba, y yo, sin poder soportar esa imagen, corrí hacia el lavabo, me encerré y rompí a llorar. Al día siguiente, apareció en clase con un yeso en el brazo. Estaba triste y apagada, pero su dolor se había calmado, y ya sonreía. Recuerdo que todos sus amigos, que era casi toda la clase, fueron a firmarle el brazo, mientras yo me moría de ganas de acercarme y hacerlo también. Pero no tuve valor.
En tercero de primaria, empezó a aprender inglés. Quizá para los demás no era la mejor alumna de esa asignatura, pero para mí era brillante. La mejor. Una vez, en clase, le tocó hacer un ejercicio oral conmigo. Me puse tan nerviosa que tartamudeaba y, cuando lo hacía, se reía de mí. Todos empezaron a seguirla, querían hacerme daño, y lo conseguían, pero ella no. Esa tarde me la pasé llorando en casa. Sola, como siempre, pero nunca me importó.
Más tarde aprendió las tablas de multiplicar. Yo la admiraba por la facilidad que tenía para aprender. Siempre estaba ella, ella y su sonrisa, tan radiante, como el mismo sol, como aquel rayo que apareció en mi vida detrás de ella.
Ya han pasado demasiados años para que siga aquí, llorándole, extrañando algo que nunca he tenido, pero que siempre he deseado. No puedo vivir sin ella, pero tampoco vivo con ella. Ella está en mi vida, aunque de una manera tan abstracta... quiero saber a qué sabe su piel, qué es tenerla a mi lado, qué se puede sentir al rozar sus labios, su cuerpo, sentir su sonrisa junto a la mía... no puedo, tengo que avanzar.
“...No puedo, tengo que avanzar...”. Llevo días pensando lo mismo, quizá estoy mintiendo y, en realidad, llevo ya dos semanas repitiéndome la misma frase. Pero hoy será diferente. Hoy me acercaré a ella y le diré cualquier estupidez, lo más tonto que pase por mi cabeza en ese momento. Le pediré un bolígrafo, o un lápiz, o quizá la regla... no importa, cualquier estupidez porque, el amor, al fin y al cabo, es eso, una estupidez.
Y así lo hice. Me acerqué a ella, sí, y le pedí un bolígrafo azul. Ella me lo dio y, sonriendo, salió un “gracias” muy tímido de esos labios llenos de deseo hacia ella.
Pasaron las clases y me volví a acercar hacia donde estaba ella, esta vez para darle el bolígrafo que me dejó. Después de volver a darle las gracias, le pregunté si quería que quedáramos, ya que me gustaría conocerla. Y, ¿sabéis qué? Me dijo que sí. Mañana he quedado, mañana tengo una cita, y no es una cita más. Es mi cita... nuestra cita. Mañana le podré preguntar qué pasa por su cabeza, o quizá no haga falta hacerlo, pues la conozco más de lo que cree. Sé tanto de ella... y estoy tan segura de que somos tal para cual, su alma gemela, a eso que le llaman media naranja... sí, estoy segura, somos ella y yo, noche y día, el ayer y el mañana, pero viviendo siempre, juntas, el presente.
Y llegó el día. El día que tanto he estado esperando. Si todo va bien, quizá tenga el valor de decirle que muero por ella, que nadie ha sentido tal sentimiento hacia otra persona en todo el mundo, que esto es infinito, no tiene ni principio, ni fin, no existe el pasado, porque no importa qué hizo o qué dejó de hacer mal, y tampoco tiene futuro, porque siempre viviremos el presente, siempre seremos ella... y yo. Sí, ella y yo.
Eran las cuatro de la tarde, y habíamos quedado a la media. Ya salí de casa, puesto que estaba nerviosa, me estaban matando los nervios, estaba feliz, pero intentaba calmarme, aparentar que todo iba bien, que sólo era un día más, sin importancia. Crucé dos calles todo recto, luego a la derecha, y llegué al banco donde habíamos quedado. Todavía no había llegado, y normal, claro, eran las cuatro y cuarto. Quizá todavía se estaba arreglando, o quizá no quería ni arreglarse, no importa, yo la estaba esperando, con los nervios a flor de piel, pero manteniendo mi tipo.
Volví a mirar el reloj y marcaban las cuatro y veinte. Diez minutos... diez minutos y la tendría a mi lado, o delante de mí, no importa, ¿qué otra cosa podría importar en ese momento? Ella era el tema principal, como siempre lo ha sido, y como siempre lo será.
Las cuatro y media. Suena mi teléfono, y es ella. ¿Qué debe pasar? ¿No puede venir? ¿Le importa tan poco esta cita que prefiere pasar de ella, y de mí? Ahora se añadía el temblor de mi cuerpo a los nervios, que ya podían verse desde lejos, muy lejos.
¿Hola?
Hola – respondí, tímidamente-.
Te llamaba porque acabo de salir de casa, y ya estoy llegando, sólo quería avisarte de que llegaría un poco tarde, nada más. Dentro de poco supongo que ya me verás, estoy casi al lado.
Vale... deja que mire... oh sí, ya te veo. Ya me acerco yo, no hace falta que vengas hasta aquí.
De acuerdo, hasta ahora.
Hasta ahora.
Colgué el teléfono e intenté calmar esos nervios que me estaban devorando por dentro, y parece que por fuera también, era una sensación tan extraña...
Guardé el teléfono en los pantalones, como siempre. Me levanté del banco, y empecé a andar hacia ella, que estaba en la otra acera, esperando a que yo me acercara.
Desde que la vi en ese momento, no importaba nada más, no me fijaba en otro detalle que en la ropa que llevaba puesta, la sonrisa que brotaba de oreja a oreja, como siempre. Ella y su sonrisa estaban ahí, esperándome, esperando que yo me acercara, y esta vez no era para pedirle un bolígrafo, sino para pasar una tarde juntas, como buenas amigas, quizá, pero juntas.
Crucé y, de repente, empezaron a pitar mis oídos como nunca antes lo habían hecho. Era el pitido de un coche. Ese coche negro, tan oscuro como mi alma, que no dejó que pudiera acercarme a ella.
Hoy la estoy recordando desde arriba. Sigo vigilando cada paso que camina, cada sonrisa que muestra, y cada lágrima que derrama. Sigo extrañando aquello que nunca tuve, y que ya nunca podré tener.
Catorce malditos años pudiendo tenerla cerca, y nunca tuve el valor suficiente de decirle que la quería, que era mi vida y que sin ella estaba vacía.
Sólo pienso que ojalá nunca nadie tenga tan mala suerte como yo. 

All rights belong to its author. It was published on e-Stories.org by demand of Elizabeth Jaimez Guerra.
Published on e-Stories.org on 12/09/2009.

 
 

Comments of our readers (0)


Your opinion:

Our authors and e-Stories.org would like to hear your opinion! But you should comment the Poem/Story and not insult our authors personally!

Please choose

Previous title Next title

More from this category "Love & Romance" (Short Stories in spanish)

Other works from Elizabeth Jaimez Guerra

Did you like it?
Please have a look at:


A Long, Dry Season - William Vaudrain (Life)