Vicent Cavalo

MALVADA LOCURA

Todos
le temen, todos le tienen por una especie de brujo con poderes que
nadie quiere desafiar. Es como un gran ídolo de piedra, que apesta a
orina y jamás se calla. Palabras y más palabras; oscuras divagaciones
absolutamente incomprensibles, siniestras premoniciones, retorcidas
declamaciones... es como estar frente a una especie de oráculo milenario
de vientre hinchado y aspecto hediondo que no deja de beber una copa de
vino tras otra como si fueran libaciones al oscuro dios que le ilumina.
Palabras
en las que no te detendrías a reflexionar ni por un instante, si no
fuera porque de repente, de algún modo inexplicable, te das cuenta de
que es de ti de quien está hablando. Entonces te encoges en tu silla y
un escalofrío recoge tu espalda, mientras él te sonríe, destapando una
sonrisa arruinada, gris y torcida que evoca en tu imaginación las
lápidas de un antiguo cementerio ya abandonado. Eso hace que te encojas
aún más en tu silla, frente a él, que se mantiene altivo y poderoso en
una dimensión infranqueable palpando tu miedo; acariciándolo,
respirándolo suavemente como si ese fuera el combustible que le mantiene
activo y da forma a sus palabras. Palabras que están presentes en todas
partes; impregnando el aire que respiras, presentes en el humo que sale
de tus pulmones, en las copas que se vacían, en las canciones obscenas
de las putas a tu alrededor, el propio vino arrastra su sabor. Es como
si todo y todos estuviéramos contagiados, animados por esa fuerza
primigenia que exhalaba de sus pulmones. Ya no éramos humanos, tal vez
ni siquiera estuviésemos vivos. Nos habíamos convertido en simples
vestigios megalíticos de otra era. Habitantes desgraciados de aquella
región arcana y olvidada que aún pervivía en sus intestinos, en sus ojos
claros e intensos, en su aliento pestilente, en cada fibra de su alma
enferma. Nos habíamos convertido en una miserable porción de un mundo
exhausto y todavía sublime que desconocíamos por completo y que jamás
podríamos comprender. El lugar que ocupábamos en él era el de meras
almas en pena, miserables y desoladas arrastradas desde los confines de
los tiempos por su voz que empezó a vibrar con más fuerza. Borrachos,
olvidados, cansados y angustiados, pertenecíamos por entero a él y eso
le satisfacía. Era lo justo. No podía ser de otra forma, como si así
toda la puñetera creación estuviera volviendo a su cauce.
Con
una mirada satisfecha y una mueca de solemne triunfalismo miraba a su
alrededor. A nosotros, almas perdidas, que ebrios cantábamos,
gritábamos, discutíamos, nos insultábamos, nos peleábamos, bebíamos en
torno al Gran Ídolo.
El
estrépito crecía. En un rincón, un par de tías, de no más de veinte
años, esqueléticas, con los brazos acribillados, empezaron a besarse en
los labios. Se abrazaban, retorcían sus lenguas en la boca de la otra.
Bajaban sus camisetas, dejando al aire unos pechos pequeños y pálidos,
como dos discos lunares destellando en las tinieblas de aquel nuestro
antro, solos y al amparo del Gran Ídolo, que seguía paseando su mirada
tranquila y serena por los chulos, los borrachos, los yonquis y las
putas: todos inmersos en las nupcias del vino y la carne. Sangre y
pasión desatándose como una corriente eléctrica que nos encerraba a
todos en un circuito insano de carcajadas, insultos y gritos decorados
con canciones y obscenidades. Todos unidos en un sólo espíritu, un sólo
cuerpo, un sólo corazón que retumbaba con fuerza y por el que no fluya
una sola gota de sangre, ni un ápice de humanidad.
Desde un rincón, La Cojones, miraba
con desdén a las dos yonquis que habían acaparado la atención de todos.
Su mirada parecía el límite, la frontera eternamente insuperable para
los vulgares mortales que separa este mundo de todos los demás. Allí
estaba ella: erguida y fría como una diosa del inframundo. “Su cama era
lujuria y su plato era hambre”: esa era La Cojones. Una reina del
infierno con llamaradas que bailaban en sus ojos, esperando el momento
oportuno para desatar toda su cólera.
Miré
a mi alrededor, como alertado por una premonición siniestra que me
decía que algo terrible iba a suceder. No sabía lo que era, ni pensaba
en quitarme de en medio, al revés, la idea de estar expuesto a un
peligro insondable y de perecer cruel e irremediablemente, me excitaba,
me hacía relamerme de puro goce... y entonces sucedió lo impensable.
Escuché el eco lejano, casi imperceptible de una especie de estallido.
En ese instante supe que ya nada, ni nadie a mi alrededor era lo que
había sido.
Sí,
era el mismo tugurio infecto, eran las mismas caras, las mismas voces y
aparentemente nada había cambiando, y sin embargo todo era diferente.
Como si se hubiera producido un cortocircuito cósmico y todo el
Universo, con todo lo que contiene, se hubiera deshecho y se hubiera
vuelto a rehacer tal y como era en una fracción de segundo. Quince mil
millones de años de evolución recreados en una copia exacta de sí mismo,
y sin embargo faltaba algo crucial, algo vital que se había perdido
para siempre. Algo que no podía ser nuevamente reproducido. En vano miré
a mi alrededor intentando desvelar que era ese algo. Interrogando
con la mirada aquellos rostros en los que aparentemente nada había
cambiando y en los que era casi visible como se desvanecía en ellos la
sombra de algo indefinible e innombrable, algo, que si te mirara a los
ojos te haría enloquecer.
¿Qué
éramos? ¿Quién éramos? ¿Muñecos de trapo debidamente colocados en un
punto del espacio-tiempo por una mano caprichosa que estaban viviendo su
segunda vida, tal vez su millonésima vida, como vasijas de cerámica
rotas, recompuestas una y otra vez? ¿Con qué finalidad?
Cada
vez me costaba más reflexionar sobre todo aquel asunto. Es más, casi ya
ni siquiera sabía exactamente porqué tenia que pensar en ello, o en qué
estaba pensando realmente. Pero algo de ello perduraba aún en mí. Tal
vez no mucho, pero lo suficiente para preguntarme si no había sido todo
una ofuscación mía. Si el cortocircuito no se habría producido sólo en
mi cerebro. Entonces miré a mi alrededor y supe, sin saber porqué, que
todo había cambiado. Hasta el Gran Ídolo, ya no era el mismo. Parecía
que había perdido aquel aire de intemporalidad que le caracterizaba.
Ahora, era como un gran gorila. Un gorila desolado que encogido en su
mesa, miraba con morbosidad a su alrededor... y ¿Yo?, ¿Quién era yo? No
era capaz de pensar en mí mismo, no era capaz de concebir la más remota
imagen de mí mismo. Frustrado, desconcertado, o tal vez, fascinado con
semejante desatino, bebí un buen trago de aguardiente.
Tal
vez no existiese un Yo sobre el que meditar; ni mujeres de mirada
cansada, medio destruidas o ya destruidas del todo; ni viejos obscenos,
borrachos con hilillos de saliva colgándoles de las comisurase los
labios; ni yonquis medio derrumbándose, ni rufianes de aire aterrado y
feroz al mismo tiempo, con las manos en los bolsillos, esperando una
excusa para hundirte sus navajas hasta la empuñadura; ni fulanos
malolientes con monos rotos, más negros que azules, completamente
borrachos, deambulando por las mesas, ora cantando, ora lamentándose
buscando alguien con quien discutir, alguien a quien chupársela o con
quien emprenderla a puñetazos. Ya no quedaba nada sobre lo que
reflexionar. Allí ya no quedaban seres humanos, ni almas ni corazones
que pudieran ser pesados, medidos o cuantificados de alguna forma.
Éramos algo parecido a un fenómeno estelar en continúa evolución en la
gran cosmorfosis. Los muertos esperaban su turno al otro lado de
la puerta para ser uno de nosotros. Dios mismo, enclaustrado en su
hiperrealidad, nos miraba de reojo, quería participar, también quería
ser uno de nosotros.
De
repente, el Gran Ídolo, recuperó toda su solemnidad, abriendo sus ojos
en una expresión de horror e iluminación, como si algo terrible y subime
al mismo tiempo, le hubiera sido revelado. Se puso en pie y con la
cabeza erguida y los ojos quietos, vociferó con voz ronca: “Yo soy el
que recibe en la noche a los caídos; con lágrimas me llaman, en silencio
me reconocen, con su pena me siguen...muertos”. Todos callaron, miraron
al Gran Ídolo. El silencio, el terror apretaba las almas de todos los
presentes helando sus tripas, paralizando sus corazones. ¿Miedo?, ¿ a
qué? Nadie sabría decirlo exactamente, pero estaba tan presente, tan
metido en su interior que parecía que ya ni siquiera respiraban. Sólo La
Cojones, permanecía impasible, poderosa y desafiante, mirando por encima de todos nosotros como si quisiera conjurar una tormenta.
“Para
andar con los muertos se te ve muy fresquito”, gritó, El Pelos, con
malicia, liberando del hechizo a toda la chusma, que envalentonados por
aquella burla, nos echamos a reír con saña alejando de nosotros el
temor, que hacía tan solo un momento, nos roía por dentro. El Gran
Ídolo, inconmovible, aún más altivo, más sombrío, con aquella expresión
terrible y mayestática, con los ojos casi sayéndosele de las órbitas,
levantó su voz sobre el jolgorio y rugió: “Pelos, qué te hace pensar que
mañana, a esta hora, no te estarás presentando ante mí, allí donde
Tierra y Cielo son uno, con tú corazón en las manos, cambiando risas por
lágrimas que te acompañaran toda la eternidad”. Sus palabras actuaron
como un espasmo eléctrico que se propagó rápidamente por el aire, de un
cuerpo a otro, dejándolos inmóviles, estáticos, absortos con la mirada
fija en el Gran Ídolo, y el cuerpo tenso como estatuas de mármol. Ni un
parpadeo, ni un susurro, ni el amago de un gesto. Todos estaban
midiendo, pesando las palabras del Gran Ídolo. Un hombre que “sabía
cosas”, se solía decir entre susurros, con expectación, como si
quisieran decir: “puede acabar con tu vida, puede llevarse tu alma con
él al Infierno, podría, si quisiera, maldecirte para siempre y arruinar
tú vida”, y ahora, cada cual, a su manera, pensaba en ello, y quien sabe
si ya no se verían malditos para el resto de sus días, sobretodo El
Pelos.
Ajeno
a todo ello, indignado y con aire decepcionado, el Gran Ídolo, se dejó
caer en su silla. Parecía agotado, como si pronunciar aquellas palabras
le hubiera supuesto un esfuerzo inhumano, dejándolo abatido y exhausto.
Fue
La Cojones, divertida con todo aquello, de un modo malicioso que
refulgía en su mirada, quien rompió el silencio entonando los primeros
versos de una de esas coplas que todos conocían. Avanzando por entres
las mesas, arrogante y soberbia, contagiando a todos con su voz y el
contoneo de sus caderas. De inmediato volvió el bullicio, las peleas,
los insultos, las carcajadas... todo volvió a ese punto en el que se
había detenido, como si nada hubiese sucedido. El vino volvió a correr y
las dos lesbianas, ya casi desnudas, colocadas y borrachas reinaban en
medio del entusiasmo general. Sólo el Gran Ídolo, permanecía ausente,
triste, apático, decepcionado, ¿con quién?, ¿con qué?, ¿porqué?, me
preguntaba cuando a mi lado se sentó, La Cojones. Me sonrió, me guiñó un
ojo y me dijo algo que parecía venido de algún oscuro confín del
Infierno que sentía cerca, muy cerca. Tal vez fuese por su mano trepando
por mi entrepierna, mientras con la otra se servía una copa de
aguardiente, acabándola de un trago sin que su sonrisa perdiera un ápice
de frescura. Como si algo dulce y puro, a pesar de todo, aún habitara
en sus labios. Pero eran sus ojos los que me seducían de un modo
enigmático, estando, sin embargo, tan llenos de ira, siendo tan duros,
tan ásperos, tan difíciles de confrontar... y sin embargo, había algo en
ellos que te hacían vibrar, algo que te arrastraba hacía lo profundo...
y si te dejabas llevar, he allí, que de repente, después de recorrer un
largo y duro camino, descubrías, al final del Infierno, un poderoso y
sobrenatural rayo de luz. Entonces era imposible no enamorarse de
aquellos ojos con toda su rabia y todo su dolor incluido. “Tienes unos
ojos preciosos”, le dije sin pensar, medio perdido en su mirada como se
pierde uno en las cosas que sólo uno ha descubierto, que sólo uno sabe
que están ahí. Ella me miró directamente a los ojos con fiereza. Su
sonrisa se desplomó en el acto dejando tras de si una mueca agria;
mezcla de asco y puro desprecio que iba trepando rápidamente por su
rostro. “¿Te estoy tocando la polla y tú me hablas de mis ojos?...¡Eres
un capullo!”, me escupió en la cara con toda la sequedad de los vientos
del Infierno. Yo me limité a contemplarla, ni ofendido ni sorprendido.
Se puso en pie, derribó otra copa de aguardiente, me miró, detuvo sus
ojos en los míos y antes de irse masculló: “ Aquí la belleza no se
perdona, no dura, sirve para lo que sirve... llega un momento en que a
una misma le da asco”. Se dio la vuelta y se fue, meneando sus caderas
pesadamente, hacia un grupo de borrachos marrulleros que la recibieron
manoseándola el culo, tratando de besar sus labios, le pidieron que
cantara... y ella dejó que la magrearan, dejó que la besasen, les
sonrió, les echó la mano a los güevos y cantó como cantaron los ángeles
cuando se vieron en el Infierno. Pero sólo yo lo supe, sólo yo veía al
ángel.
Giré
la cabeza y me topé con el Gran Ídolo. Tenía la cabeza caída, no se
movía, no parpadeaba. O había muerto, o había entrado en trance. No me
preocupaba lo más mínimo. Me limité a limité a observarlo como si
tuviera delante una de esas efigies milenarias de proporciones
gigantescas clausurada en esa representación cósmica que los hombres
conceden a las figuras sagradas, como si la tierra pudiera participar
del Cielo.
Cansado
de mirarle, dejé caer la cabeza pesadamente sobre la mesa. En su
interior algo daba vueltas y más vueltas; ideas, recuerdos, versos...
mentiras y más mentiras, y en mis cojones, miedo a las que vendrían
mañana y pasado.
Ahora que el Gran Ídolo, estaba ausente, todo parecía ir a la deriva en un giro dramático.
A
mí alrededor, sátiros alocados y ebrios, volvían a asaltar los altares
de los viejos dioses. Los buenos dioses, que nos apartaron de ellos,
dejándonos aquí abajo.
 

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Published on e-Stories.org on 08/12/2011.

 
 

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