Vicente Gómez Quiles

RETRATO DE UN ASESINO


      
Pedí disculpas a Dilyara. Asintió carialegre. Fijando sus enormes pupilas azules. Cuadré con cierto descaro mi chaqué tras un ligero empujón hacia delante. La sobrina del alcalde Serguei Sobianin, quitó bruscamente la mirada de mis pantalones como si le invadiera cierta vergüenza desde esa perspectiva. Apocada, declinó hacia las copas de champagne, luego, nítidamente, a trompicones, sus ojos concluyeron perdiéndose en el fastuoso cristal que ofrecía una magnífica panorámica de las hermosas cúpulas del Kremlin. Las magias parecían construidas para obligarnos a contemplarlas. Tal vez sabedores de que el destino no juega con segundas oportunidades. Aunque para mí, la plaza roja y el centro de Moscú apenas seducían y representaban la magnificencia falsedad del universo soviético. La seguí observando al detalle mientras me alejaba hasta la entrada del aseo. Su tez genuinamente lechosa, aquellos apetecibles sonrosados labios carnosos y una larga melena rubia ondulada cayendo sobre los enclenques tirantes de un vestido largo, plateado, tremendamente ceñido. Desde el exuberante aseo alicatado en mármol podía divisar cualquier movimiento en el 02. Encontré a un amigo acompañado de una hermosa mujer de obvios rasgos orientales y a la que nunca había visto por aquí. Una mujer así no pasa desapercibida. No lo saludaría. Afortunadamente tampoco se percató de mi presencia. Por un breve lapso se me pasó por la cabeza la disparatada idea de advertirle pero no debía levantar sospechas. Hasta entonces arrastraba la opresiva sensación de haber influido en su destino. Haber roto definitivamente cualquier esperanza de felicidad del triste adinerado banquero alemán que previamente pagó a un detective para averiguar que su recatada mujer lo engañaba con un jovencito tenista sudamericano. Tras interminables noches de callarse, palpar los infiernos del querer y saborear el amargor de su rabia; decidió recurrir a mí. Los maté en pleno acto e hice que pareciera un simple robo. Abrazados, rebozados en un charco de sangre jamás presencie tanta ternura y complicidad en una pareja. Hans, aunque no se llama así, me llamó después llorando para decirme adónde me ingresaba el resto del millón de euros. Ahora podía constatar que en el mundo nadie ni nada merece perdón ni pena. Lo único importante era cumplir con las tareas asignadas. Atiborrarme de mucho dinero en esta única vida que poseo. Preparada la sofisticada detonación; una elaborada reacción de compuestos químicos escondidos cinco horas antes cuando alquilé una habitación desde tramada identidad, ya sólo había una cuenta atrás y disponía de diez minutos para abandonar el Hotel.     

El gélido viento barría la nieve de las aceras, de tal modo, que no quedó el mínimo rastro de mis pisadas. Abrigado, con sombrero, bufanda, lentillas y una ligera mascarilla que me puse contrarreloj en el ascensor, mudando mi rostro original para no ser reconocido desde las tres videocámaras de recepción. Fui distanciándome con una celeridad suficiente para no propiciar miramientos. La noche se impregnaba del arrebatado murmullo de transeúntes entrecortando el letal silencio y noté mi corazón más cerca. Palpitando brusco, loco, rápido, libre, retroalimentándome de un sensitivo extraño cóctel de adrenalinas que me producía un placer inmensurable. En eso estalló la planta 11 del Ritz por los aires. Una gigantesca bola de fuego se adueñó del edificio fundiendo poco a poco su férrea estructura y la gente asustada gritó mirando el cielo. Sonreí. Marqué mi móvil y dejé un mensaje: ¡está hecho!
 
  
 
 
 
 

 

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Published on e-Stories.org on 01/14/2013.

 
 

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