Elias Cali

El paciente mas callado


Jueves 1 de marzo de 1997
Volví la cabeza hacia el otro lado al ver la figura  de mi madre mirándome pálida desde la puerta de mi habitación. Su voz era la misma, pero su palidez y la falta de movimientos de sus facciones era como mínimo tétrica. Sin prestar mucha atención al mensaje de su voz, la oí hablar, pero no la vi hacerlo. Reconocí su voz, pero no ví sus labios moverse. Sus pupilas fijas apuntándome sin la más mínima expresión, sin ese brillo tan característico que despiden los ojos. Lo noté aunque estaba oscuro, lo hubiera notado a kilómetros de distancia. Parecía muerta pero de pie, casi una aparición. Mi instinto de supervivencia me hizo pretender que todo estaba normal, después de todo ella… “eso”… no parecía tener intención de lastimarme. Tuve que aparentar normalidad durante toda la mañana. Tuve que mirar su ojos vacíos sin pronunciar palabra al respecto.
Finalmente, el reloj mostró las 7:30 am. Significaba que debía partir a la escuela. Salí a la calle apresuradamente intentando entender lo que había pasado. Lo que estaba pasando. La calle y el cielo estaban particularmente grises esa mañana, carentes de vida o alegría alguna, al igual que ella, sin peatones a la vista. Yo sabía lo que me esperaba, lo presentía, pero entonces: ¿por qué me sorprendí tanto al ver las caras pálidas y vacías de mis compañeros de clase al darse vuelta hacia mí?
Esa fue la peor mañana de mi vida. Toda la gente hablaba con total naturalidad, como si no hubiera nada anormal. Era obvio que yo era el único que podía verlos tal cual eran, o eso creí, hasta que conocí a Dana. El calor y el movimiento de su cara, su sonrisa y todas y cada una de sus facciones me devolvieron la cordura. Me dijo que ella también podía verlos, que los veía desde hacía mucho tiempo antes que yo. Creo que solo sobreviví a ese día gracias a ella.
 
 
Lunes 5 de marzo de 1997.
Había dejado de tenerles miedo. El poder hablar con Dana me mantuvo a salvo de la locura y me distrajo durante todo el día. Ya no hablaba con ninguna otra persona, solo con ella. Ella los llamaba “Limbos”. Me aconsejaba que hacer, y me planteaba posibles soluciones.
 
Viernes 9 de marzo de 1997.
Mentí. Si les temía, pero no por mi, temía por Dana. A ellos no les gustaba que hablara con ella. Cuando lo hacía en público, una gran multitud me rodeaba y me miraba. Empecé a sentirme observado, estudiado. Sentí que me vigilaban constantemente, y cuando yo los miraba, desviaban la vista. Ya no sabía que hacer. La situación parecía no tener solución y sabía que no soportaría vivir así mucho tiempo. Mi único consuelo era hablar con Dana. Habíamos alcanzado un nuevo nivel de comunicación. Hablábamos sin hablar,  en silencio. Hablábamos sin mover los labios.
 
Domingo 11 de marzo de 1997.
Estaba cansado de ellos. Habían dejado de ser amigos, familiares, conocidos. Eran monstruos, o seres monstruosos a los que no se puede describir. Mi “madre” se burlaba de mi esta mañana, lanzaba grotescas carcajadas. La tomé del brazo y la arrojé contra la puerta. Levantó la vista hacia mí sin mover un solo músculo de su cara. Se puso de pie y se fué corriendo de la casa.
Llamé a Dana. Ella acudió inmediatamente. Hablamos durante horas de lo ocurrido, hasta que sonó el timbre, de una forma tan aguda y prolongada que solo podía significar urgencia, desesperación.
Abrí la puerta bruscamente. Mi reacción contrastaba con la delicadeza y la belleza del otro lado de la misma. Allí plantada en la puerta, un ángel vestido de  blanco, se presentó como Paula, y la invité a pasar. Me dijo venir de parte de mi madre. Tenía una propuesta interesante, y yo, un gran entusiasmo. Aseguró poder solucionar mi problema. Tal fué la emoción, que no se me ocurrió preguntar cómo. Entré  a su auto y luego al enorme edificio al que me llevó, sin cuestionar absolutamente nada. Todo estaba limpio y olía muy bien.
La seguí hasta su oficina sin desviar la mirada ni un momento de Dana, que se encontraba a mi lado. Le dije que Dana debía venir conmigo como condición, y la mujer aceptó. Su oficina  estaba pulcramente ordenada, había un escritorio en la parte central. Me ofreció una pequeña pastillita azul la cual no toqué. Me aseguro que esta era la solución a todos mis problemas, tal cual lo había dicho antes. La tomé desconfiado, la metí en mi boca y la hice desaparecer por mi garganta. El mundo recuperó su color y así también la gente. La mujer me acercó una pequeña libreta con la letra de mi nombre marcada en una de sus hojas. La tomé confundido y la abrí en la página marcada. Fui tan feliz por un momento… Pero la sonrisa se borró de mi rostro. Allí lo decía todo sobre mí: mi nombre, mi edad y… mi diagnóstico: Esquizofrenia y paranoia. Una triste combinación. Dana desapareció de mi lado espontáneamente, frente a mis ojos.
A veces la ingenuidad es mejor que la sabiduría, sobre todo cuando el hecho a conocer resulta tan perturbador.
 
Lunes 11 de marzo de 1998.
Ya he pasado un año entero de mi vida en este hospital, constantemente medicado y aburrido. Aún sigo hablando con Dana. Aún hablo con ella sin mover la boca.
Por hablar con Dana estoy aquí.
Por hablar con Dana sigo vivo.
Por hablar con Dana sin mover los labios, me he convertido en el paciente mas callado.

All rights belong to its author. It was published on e-Stories.org by demand of Elias Cali.
Published on e-Stories.org on 05/01/2013.

 
 

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